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Ska, punk y política a dentelladas, directo al diafragma: Kortatu no es un disco, es una bomba con mecha corta que alguien prendió en octubre de 1985, justo cuando la Transición todavía intentaba vendernos como salida lo que fue traje viejo con chapa nueva. Aunque para much@s aquel ciclo político había acabado hacía tres años, con la victoria del PSOE de Felipe González —que obtuvo mayoría absoluta en los comicios de octubre de 1982 y tomó así las riendas del gobierno por primera vez desde 1936— el «nuevo tiempo» no ahuyentó ni pactos, ni crisis, ni desengaños. De hecho, en octubre del 85 los partidos de la derecha (Alianza Popular, Partido Demócrata Popular y Partido Liberal) sellaban su Coalición Popular con la vista puesta en las elecciones de 1986; y mientras en el Congreso se debatía sobre el estado real de la Nación, el nombre de Yoyes aparecía en los diarios como símbolo de la reinserción, y un informe del Tribunal de Cuentas desvelaba que la crisis bancaria le costaba al Estado 1,2 billones de pesetas. La mayoría de los historiadores situaba entonces el final de la Transición ya en el año 82, pero otr@s lo proyectaban hasta el ingreso en la Comunidad Europea —previsto para el 1 de enero de 1986—, prolongando el clima espeso de ajustes, reformas y desconfianzas.
En medio de ese barro, Kortatu fue presentado oficialmente el 18 de noviembre en el bar TTUT de Pamplona, reforzando su irrupción fulgurante en la escena. Mientras la clase política se reciclaba entre brindis y plazas, y los periódicos untaban la cara de la nueva democracia con filtro, tres chavales de Irún tiraron del detonador y nos explotó el pecho. Esto no viene de la distancia fría de la crítica académica: viene de las calles, de los portales con pintadas, de los gaztetxes oliendo a sudor y alcohol barato, de las entradas pagadas con monedas que quemaban el bolsillo. Kortatu grabó como quien escribe consignas en la pared de un cuartel: con prisas, con rabia, sin adornos. Fue autogestión radical, ensayos en locales que vibraban como barriles de pólvora, discos repartidos por caminos alternativos, conciertos en frontones y gaztetxes hasta que las botas de la policía se enfurecían en el reparto de hostias y propaganda. Lo que aprendieron Fermín, Iñigo y Treku lo aplicaron como táctica: canciones cortas, directas y sin perdón, fusiles de ritmo que disparaban contra la hipocresía de un país que quería pasar página sin limpiar la mierda.
Desde el primer acorde, cada tema de Kortatu funciona como altavoz y trinchera, tomando influencias y realidades cercanas para convertirlas en estandartes colectivos. «Sarri sarri» toma el regusto jamaicano de Toots and the Maytals y lo convierte en himno de fuga, en jarana de cómplice y en memoria colectiva de quien se niega a ser encerrado por las leyes de siempre; esa versión no es homenaje blando, es un reconocimiento con puño cerrado, es fiesta que pasa por la arremetida política, y sigue sonando como estandarte cuando la cárcel se maquilla de orden público. «Zu atrapatu arte» no es mera reivindicación lingüística, es una declaración: cantar en euskera en los 80 era golpear al suelo donde te quieren domesticar, es desafiar décadas de prohibición cultural con un baile que escupe a la cara del Estado. «Tolosa inauteriak» y «Aizkolari» son escenas de pueblo convertidas en atentado estético contra la monotonía; suenan a taberna incendiada, a reencuentro de clase obrera que baila como resistencia, a relatos cortos que se clavan como metralla en la comodidad del oyente. «Hernani 15/6/84» es una foto en blanco y negro de una jornada que olía a tensión, a cargas y a rumores de kalimotxo y megáfono, una canción que funciona como crónica urgente: notas que se superponen a los gritos y te recuerdan que la memoria colectiva no la escriben los museos sino la calle. Cada corte es un cartucho de dinamita de un minuto y medio, dos minutos, a lo sumo, y cuando crees que vas a respirar te revientan otra vez.
«Jimmy Jazz» es el guiño filoso: tomar a The Clash no para pedir perdón por influencias, sino para decir «mirad lo que pasa si escucháis bien» —adaptación con rabia, homenaje con compromiso—, y allí queda la filiación internacional metamorfoseada en pogo en los frontones vascos, no en pubs londinenses. El sentido de apropiación política está claro: el punk es un mapa, y Kortatu trazó rutas que pasaban por la mina, por la ikastola, por la barricada y por la pista de baile. Humor ácido en las letras, veneno para los políticos que venden consenso como pan de molde, chistes negros para los periodistas que domesticaban el relato y sarcasmo para los policías que se creían dueños del silencio; todo ello sin paños calientes, sin postureo: crítica desde la tripa que te arranca una sonrisa amarga y te devuelve un golpe.
La reedición de 1998 aporta dos clavos más al ataúd de lo políticamente correcto: «El último ska» y la apisonadora titulada «Mierda de ciudad», versión de «Drinkin’ and Drivin’» de The Business, que convierte el original en radiografía brutal del urbanismo español, en esputo sobre plazas pensadas para ser vitrinas y no vidas; ambas piezas no son relleno, son ampliación del testimonio, son fotos reveladas de una juventud con prisas, con hambre y sin ganas de pedir permiso. Es preciso que quede claro: la autoría recae mayoritariamente en los hermanos Muguruza —todas las canciones son de Fermín e Iñigo excepto los tres cortes mencionados; esa mezcla de creación propia y reescritura de referentes muestra cómo Kortatu no se escondía: tomaban, traducían y devolvían con más pólvora.
La crudeza sonora —saxo que corta como bayoneta, guitarra que raja como machete, batería que marca pasos militares y ska que obliga a mover los pies aunque odies a quien te lo ordena— hace del disco un manifiesto: somos guerrilla y baile, somos dinamita con zapatillas. La Transición, con sus pactos de arriba, los curas que volvieron a la institución y los franquistas reciclados mascando poder en los parlamentos y televisiones, se encontraron de frente con una generación que no quería ser maquillada; Kortatu llegó con megáfono y una ristra de petardos de mecha corta para recordar que la promesa democrática estaba llena de caspa y sobres cerrados. Y lo hicieron riéndose en la cara del discurso oficial: cantaban, reían y se pegaban con el poder simbólico de la música; lo suyo no era romanticismo, era táctica de guerra contra la desmemoria.
Las colaboraciones y la escena lo alimentaron todo: los conciertos con otros grupos, la complicidad con la juventud que poblaba los gaztetxes y la sensación de que, por un instante, el ska-punk era un idioma común para nombrar el descontento. Kortatu fue, en directo, avalancha; en estudio, ráfaga; en la calle, consigna. Y 40 años después la pólvora sigue olfateándose: los mismos abusos policiales, la misma prensa que busca titulares dulces, los mismos ayuntamientos que hacen urbanismo para los buitres carroñeros, y la misma juventud que necesita himnos que no la entierren. Escuchar Kortatu hoy es recibir una bofetada que despierta y quema; es comprobar que hay discos que no envejecen porque no fueron diseñados para el museo, sino para la barricada.
Que quede claro: Kortatu no debutó, declaró la guerra; no pidió permiso, lanzó un lamento convertido en latigazo; no quiso ser moda, quiso ser lección. Si guardas este vinilo en la vitrina lo conviertes en souvenir; si lo pones a todo volumen en una cocina, en un coche o en un garaje, lo conviertes en arma. O te subes al pogo y tomas partido, o te quedas abrazando la cómoda farsa de quienes amasan el poder. No es nostalgia: es gasolina, y sigue ardiendo.
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